Leer signos
El ser humano, desde su nacimiento, está rodeado de objetos de la naturaleza y de signos que constituyen el universo humano en el cual tendrá que moverse a lo largo de toda su vida.
A través de nuestros sentidos estamos en contacto con objetos con los cuales establecemos una permanente interacción, mediante la cual vamos conociendo sus propiedades particulares y la forma como nuestro cuerpo se puede relacionar con ellos. Distinguimos, a través de los sentidos, el frío, el calor, la característica de las superficies, las propiedades de forma, peso, textura. Así, poco a poco, los niños muy pequeños van aprendiendo a leer un entorno en el cual pueden moverse adecuando su cuerpo y sus sentidos a las condiciones del ambiente en el que habitan. A toda esta experiencia corporal se le van poniendo nombres: grande, pequeño, duro, blando, afilado, pesado…
El diálogo continuo entre la experiencia y las palabras es el que nos permite enriquecer nuestro paso por la vida, comprender a otros y ser entendidos por ellos. Pero se requieren las dos cosas: la realidad y el lenguaje. Solo realidad sin lenguaje nos ubica en el mismo nivel de un animal muy inteligente pero incapaz de expresar sus aprendizajes. Solo palabras que no podamos relacionar de algún modo con experiencias vividas nos dicen muy poco y terminan siendo eso: solo palabras. Eso les pasa a muchos niños, que no entienden lo que leen porque tiene poca oportunidad de experimentar y comprender la experiencia y porque en su medio social y cultural se usan muy pocas palabras. Por eso, frente a un texto parecen perdidos, carentes de todo interés y como si esas líneas de signos no tuvieran forma de ser traducidas a la propia experiencia vital para ampliarla y darle sentido.
Un niño que ha crecido en un ambiente urbano se puede mover con facilidad en construcciones arquitectónicas complejas donde abundan puertas, escaleras, recovecos, máquinas, instalaciones eléctricas, equipos de comunicaciones. Del mismo modo, el que ha crecido en un ambiente natural completamente distinto, como un desierto, por ejemplo, sabrá moverse por allí, encontrar agua, caminar sobre la arena caliente, identificar peligros, hacer fuego, orientarse por el paisaje. Así, por su experiencia, su familia y su lengua serán dueñas de unas palabras muy propias que les sirven para comunicarse en sus espacios y ambientes. Si estos niños se intercambiaran de un momento a otro y se los dejara solos por unos días se haría muy evidente la dificultad de cada uno de ellos para moverse con facilidad en un medio extraño y sería fácil constatar la inmensa cantidad de aprendizajes que se requieren para descifrar el medio en el cual nos movemos y comunicar a otros nuestras experiencias y necesidades, aún si se usan las mismas palabras.
Aprender a leer, entre otras cosas, es precisamente eso: entender más allá de las palabras, entendiendo quién las dice, en qué contexto, con qué intención. Como cuando conversamos con otra persona. Si la conocemos muy bien, la sabremos leer muy bien, de manera que cada gesto y cada cambio de entonación y cada silencio podrán ser interpretados de manera adecuada. Pero cuando conocemos a alguien por primera vez requerimos mayor esfuerzo para comprender completamente lo que nos dice. Incluso con frecuencia llegamos a entender todo lo contrario de lo que la otra persona quería comunicarnos. Lo mismo ocurre con la lectura, cuando no estamos familiarizados con un tema, con el autor o con el estilo. Por todo esto, como decía al principio, aprender a leer es aprender a descifrar misterios y resolver acertijos, que es, en últimas, el oficio más fascinante para el ser humano: ir más allá de lo obvio, penetrar en la entraña oculta de los demás seres humanos y del universo.
Un niño que ha crecido en un ambiente urbano se puede mover con facilidad en construcciones arquitectónicas complejas donde abundan puertas, escaleras, recovecos, máquinas, instalaciones eléctricas, equipos de comunicaciones. Del mismo modo, el que ha crecido en un ambiente natural completamente distinto, como un desierto, por ejemplo, sabrá moverse por allí, encontrar agua, caminar sobre la arena caliente, identificar peligros, hacer fuego, orientarse por el paisaje. Así, por su experiencia, su familia y su lengua serán dueñas de unas palabras muy propias que les sirven para comunicarse en sus espacios y ambientes. Si estos niños se intercambiaran de un momento a otro y se los dejara solos por unos días se haría muy evidente la dificultad de cada uno de ellos para moverse con facilidad en un medio extraño y sería fácil constatar la inmensa cantidad de aprendizajes que se requieren para descifrar el medio en el cual nos movemos y comunicar a otros nuestras experiencias y necesidades, aún si se usan las mismas palabras.
Aprender a leer, entre otras cosas, es precisamente eso: entender más allá de las palabras, entendiendo quién las dice, en qué contexto, con qué intención. Como cuando conversamos con otra persona. Si la conocemos muy bien, la sabremos leer muy bien, de manera que cada gesto y cada cambio de entonación y cada silencio podrán ser interpretados de manera adecuada. Pero cuando conocemos a alguien por primera vez requerimos mayor esfuerzo para comprender completamente lo que nos dice. Incluso con frecuencia llegamos a entender todo lo contrario de lo que la otra persona quería comunicarnos. Lo mismo ocurre con la lectura, cuando no estamos familiarizados con un tema, con el autor o con el estilo. Por todo esto, como decía al principio, aprender a leer es aprender a descifrar misterios y resolver acertijos, que es, en últimas, el oficio más fascinante para el ser humano: ir más allá de lo obvio, penetrar en la entraña oculta de los demás seres humanos y del universo.